Esta historia comienza con un periodista argentino sentado en un banco de la Plaza de Armas de Cusco, esperando ser víctima del acecho sexual/matrimonial de una peruana. El argentino es pobre pero es blanco, una mezcla de cuarta generación de rusos y alemanes, y cree que los ojos claros, el color de la piel y los prejuicios pueden ayudarlo con su objetivo: que lo tomen por un gringo y que intenten seducirlo por sus euros, por su pasaporte, por su hipotético país de nacimiento. En esa plaza, le dijeron, se mueven las "bricheras". Las mujeres que se dedican a eso, le dijeron, son más audaces que los hombres. "Las cholas son más bravas", así le dijeron.
Dos días atrás, una conocida peruana lo había convencido para que saliera. "Yo soy brichera", le dijo Susana R. antes de mediodía, después de la segunda cerveza. El tono era de confesión, la mirada de orgullo. Estaban en un bar de San Blas, el barrio chic de artesanos de Cusco, festejando el debut de Argentina contra Nigeria en Johannesburgo. Susana R. tenía 26 años, había nacido en Trujillo —una ciudad de la costa norte del Perú—, y estaba casada con Jeff, un gringo cincuentón de New Jersey que se dedicaba al análisis de riesgo financiero por internet. Tenían un hijo de un año, y vivían en esa ciudad porque a ella le gustaba: en el ombligo del mundo de los Incas, Susana no se aburría. Jeff podía trabajar en cualquier lado.
Cazadores de gringas: los nuevos conquistadores de América
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